Todo libro es, a su modo, mágico, en el ya antiguo rito de la lectura siempre hay algo de conjuro y brujería. Libros son la Biblia y el Corán, la Enciclopedia de Diderot, los íntimos Ensayos de Montaigne y la gran denuncia colectivista de El Capital; los libros son, y necesariamente han de ser, muchos porque el acto de leer, como el acto sexual, puede ser efectuado en busca de muy diversas recompensas subjetivas, pero en sí mismo tiene como objetivo natural la reproducción de su especie. Admirar una catedral gótica o una estatua griega no impone ni a los más exaltados la tarea de acometer una obra semejante, pero la comprensión a fondo de cualquier gran libro parece suscitar que lo prolonguemos o refutemos en otro comentario escrito. Uno puede incorporarse al mundo de la pintura o de la escultura con deleite y conocimiento sin necesidad de sentirse pintor ni escultor, pero nadie puede entrar en el universo literario sin sentirse -aunque sea mínimamente, aunque sólo sea como posibilidad no frustrada- escritor. ¿No está hoy de moda lo interactivo? Pues leer y escribir son los dos polos necesarios de la más interactiva de las artes humanas. Pero lo que ahora oímos repetir hasta el hartazgo, sin embargo, es que vivimos en la era de la imagen y que la palabra escrita es actualmente cosa subordinada. Nos hemos mudado de la galaxia Gutemberg a la galaxia Lumiére y finalmente a la galaxia 2.0. En el medioevo se decía que la filosofía no había de ser sino ancilla theologiae, la criada de la teología, y hoy se repite con alborozo o con impotente resignación que la literatura ya no puede ser más que criada de las artes de la imagen. El credo de esta nueva fe, tan oscurantista como la medieval y tan propensa a fabulaciones y milagrerías como la otra, se condensa en este dogma: "Una imagen vale más que mil palabras". Nada más falso. Cualquier palabra, incluso de las más humildes, vale más que mil imágenes porque puede suscitarlas todas; en cambio, una imagen sin palabras, para quienes no somos dados al alelamiento místico, es puro decorado o truco ilusionista del que se escamotea lo esencial para la apropiación crítica. Las palabras ganan sin duda mucho con el complemento de las imágenes, pero las imágenes sin las palabras lo pierden todo.
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