martes, 26 de enero de 2016

viernes, 30 de mayo de 2014

El suicidio: ¿Pasión por la vida?


A lo largo de la historia de la Filosofía y la Literatura, numerosos autores han tratado de buscar y desentrañar el mecanismo por el que los seres humanos podríamos contrarrestar la incansable fuerza por la que nos vemos impelidos a cumplir nuestros anhelos, fueran estos perseguidos inconscientemente o no. Si acudimos a los poemas de Homero, a las funestas tragedias de Shakespeare, a las novelas de Hermann Hesse o Thomas Mann, o al pensamiento de Aristóteles, Kant o Foucault, observaremos cómo la capacidad de desear ha ocupado desde siempre un primer plano en sus reflexiones, ya fuera en forma de adoctrinamiento o como intento de mostrar la complejidad de aquella alma para la que Madame de Staël reclama un necesario reposo. 


A pesar de la dificultad que presenta el autoconocimiento (denunciada también en toda época por literatos y filósofos), y aunque constituya en innumerables ocasiones la fuente de todo dolor (como no dudaría en afirmar Schopenhauer), quizás hayamos de conceder al deseo el privilegio de ser el auténtico motor que nos permite no desfallecer en el empeño de vivir cuando, por ejemplo, el hastío o la desesperación se adueñan de nosotros. Dicho brevemente: el deseo define la existencia como una sed sin posibilidad de saciarse. 


Pero ¿esconde algún peligro el hecho de observar la vida como un desajuste insalvable entre la aparición de los deseos y su satisfacción o insatisfacción en el orden fáctico? O de otra manera: ¿es la vehemencia de nuestros deseos la que nos precipita contra los obstáculos que encontramos a nuestro paso? ¿Pueden nuestras querencias y esperanzas –aquello que nos invita a perseverar en la existencia– convertirse en el acicate que nos empuje a no querer vivir? ¿Cómo transita aquel deseo de vida hacia un apremiante deseo de muerte? 


Pocos temas han levantado tantas ampollas en la historia del pensamiento como la decisión de poner fin voluntariamente a nuestra vida. Arthur Schopenhauer escribía al final del primer volumen de El mundo como voluntad y representación que el suicidio (en alemán, Selbstmord), lejos de ser la negación de nuestra voluntad, supone por el contrario el fenómeno de su más fuerte afirmación. Si algo desea el suicida por encima de todo es, a su juicio, la propia existencia; la única nota que distingue al suicida de una persona que permanece en este mundo es la de hallarse especialmente descontento con las condiciones en que tal vida se le da, pues “él quiere la vida, quiere una existencia y una afirmación sin trabas del cuerpo”. Así pues, en la persona que decide cometer un suicidio se daría un “exceso” de voluntad de vivir que, por otra parte, se vería inhibida al saberse esclava de un fútil y efímero fenómeno individual (el cuerpo físico). 


Varias pueden ser las causas de este descontento. Baltasar Gracián explicaba sin miramientos en la “Crisis Quinta” de El Criticón que con la llegada a la vida, el hombre parece introducido “en un reino de felicidades y no es sino un cautiverio de desdichas; que cuando llega a abrir los ojos del alma, dando en la cuenta de su engaño, hállase empeñado sin remedio, vese metido en el lodo de que fue formado: y ya, ¿qué puede hacer sino pisarlo, procurando salir de él como mejor pudiere? […] Ninguno quisiera entrar en un tan engañoso mundo y que poco aceptaran la vida después si tuvieran estas noticias antes”. Si retornamos a los escritos de Madame de Staël, quien considera que el suicidio no es justificable aunque este sea un mundo repleto de maldades y problemas innumerables, leemos que “al hombre le está permitido intentar curarse de todos los males: lo que le está prohibido es destruir su ser, el poder que le ha sido concedido para escoger entre el bien y el mal. Existe por este poder, y por él debe renacer. Todo está subordinado a este principio de actuación, en el que se fundamenta por entero el ejercicio de la libertad”. 


Sin embargo, debemos preguntarnos si puede darse alguna circunstancia en la que se rompa esta “lógica de la vida”, un momento en el que aquella libertad se quiebre de tal forma que no se desee poner límites a un destino que aparece no solo como inexpugnable, sino también como poseedor de una fuerza que arrasa con cualquier atisbo de iniciativa o acción. Es entonces cuando el sinsentido se apodera de nuestra conciencia y nuestro universo emocional se tiñe de negro. Frente a la concepción clásica de un infierno vertical, al que somos llamados en virtud de una condena que nos es impuesta tras juicio sumarísimo y decisión inapelable, Ana Carrasco Conde, profesora de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid, se refiere en una obra de reciente publicación (Infierno horizontal, Plaza y Valdés) a una nueva concepción de infierno, impuesta por una mismidad (o yo) que se vuelve destructiva a fuerza de encerrarse en los límites de su –autocreada– prisión. Ya no es necesario ser enviado a un lugar ignoto, plagado de seres que pagan eternamente su condena: en esta nueva concepción, el infierno se padece en vida. 


El auténtico infierno no es el impuesto desde fuera, sino el que el condenado se impone a sí mismo. El suicida renuncia a ser quien es a base de encerrarse en su mismidad, carece de medios para encumbrarse a un horizonte exterior. Así lo explica Carrasco Conde en la obra mencionada: “Sin afuera. La conciencia extrema desemboca en obsesión: es opresión, aplastamiento contra un muro. Mismidad opaca que atrapa al yo. La conciencia extrema es la conciencia de la imposibilidad de salida […]. Y ese es el infierno: cuando no hay salida ni nada que hacer, cuando lo que hay es yo y solo yo, cuando no hay diferencias ni percepciones nuevas, sino la amargura del siempre lo mismo. Nada puede cambiarse. Nada varía. […] No hay lugar para el olvido porque el condenado vive en el eterno presente del dolor. Nada pasa. Nada cura. Nada puede ser superado. Locura del ahora. Imposibilidad de cicatrización”. ¿Pero qué ocurre, como decíamos, cuando la lógica de la vida, la que nos empuja a persistir en la existencia con su misteriosa inercia, parece truncarse? ¿Qué nos empuja –siguiendo la expresión de Jean Améry– a “levantar la mano” sobre nosotros mismos? 


¿Se trata, como asegura Schopenhauer, de una batalla en la que somos vencidos por la incapacidad de hacer frente a las circunstancias que nos son dadas, como si la vida fuera querida hasta el punto de cambiarla por la muerte? Frente a esta perspectiva, en la que el suicida no sale bien parado, podemos traer a colación a un filósofo absolutamente olvidado por la cultura española (quizás por la falta de traducciones a nuestro idioma): Philipp Mainländer. Su pensamiento fue tildado desde el principio como pesimismo radical, y en él lleva hasta las últimas consecuencias las tesis defendidas por el propio Schopenhauer: “Dios ha muerto y su muerte es la vida del mundo”. Para Mainländer, el universo no es más que el cadáver resultante del suicidio de Dios; Dios ha muerto, como poco tiempo después anunciaría Nietzsche, pero no porque los hombres lo hayamos matado, sino porque él mismo eligió libremente morir, aniquilarse. ¿Por qué? Al cobrar conciencia de que el ser es insoportable, y que por tanto, el no ser o la nada resultan preferibles. Observamos así la radicalización desaforada de las tesis de Schopenhauer. En uno de sus poemas de juventud, escribía un convencido Mainländer: “En la oscura vida humana/ solo una cosa brilla por la que merezca la pena esforzarse;/ y esa es la tumba; admitámoslo/ sinceramente”. Si alguna vez existió en el mundo una unidad o una armonía simple, para Mainländer ha quedado destruida, está muerta, y el universo entero es presidido por una única ley: la del debilitamiento de la fuerza en general, la ley del dolor en la humanidad en particular. Si Schopenhauer situaba lo metafísico en la voluntad, Mainländer aprovechará tal apelativo para referirse al “exterminio” (al fin de la vida) como aquello que se encuentra fuera o más allá del mundo. 


Desde la visión de Mainländer, y tomando también en consideración las tesis de alguien como Améry, quien vivió en primera persona las atrocidades cometidas por el Tercer Reich alemán de Hitler en los campos de concentración de Buchenwald y Auschwitz, el suicida vive intensa y plenamente cuando decide dar el paso voluntario hacia su muerte, es él quien dice la primera palabra y se cree legitimado para no esperar a morir de forma “natural”. Para ellos, la vida no es el bien supremo. El acto de “saltar” hacia la muerte está repleto de sentido para el suicida. Para el que comete suicidio – o muerte voluntaria, como prefería llamarlo Améry–, el indulto solo puede ser concedido por el que lo lleva a cabo, en ello consiste su verdadera libertad: “De este modo la muerte se torna vida, así como la vida desde el nacimiento es ya morir. De pronto, la negación se torna positividad”. 


Para terminar, podemos preguntarnos de la mano de Camus en El mito de Sísifo si las verdades aplastantes no desaparecen cuando son reconocidas. Aunque ¿es suficiente con asumir todo cuanto conlleva la existencia, o se hace necesaria la rebelión frente a un destino que no duda en cargar contra nosotros cuando parecemos más desvalidos e inermes? Y esta forma de rebelión, ¿quién la decide cuando creemos haber llegado a un límite en el que ni siquiera “la lógica de la vida” puede empujarnos a seguir con este negocio que no cubre gastos… hasta la próxima batalla?

miércoles, 16 de abril de 2014

Según se es, así se ama

                            «Sin amor, la humanidad no podría existir un día más» (Erich Fromm)
Hubo un tiempo en que el amor era un peligro. Lo buscaban en el filo de un puñal y el tormento que era capaz de desatar. «Hay quien piensa que se ama más y mejor en la medida que se esté cerca del suicidio o del asesinato, de Werther o de Otelo, y se insinúa que toda otra forma de amor es ficticia y cerebral». Lo escribió José Ortega y Gasset (1883-1955) en un ensayo de 1925 titulado Para una psicología del hombre interesante.
Pero el filósofo reconoció al monstruo y lo disoció del amor. «Pegarse un tiro o matar no garantiza lo más nimio la calidad, ni siquiera la cantidad de un sentimiento. (…) Desmontemos del apasionamiento el aderezo romántico con que se le ha ornamentado. Dejemos de creer que el hombre está enamorado en la proporción que se haya vuelto estúpido o pronto a hacer disparates».
«El fenómeno amoroso», para Ortega y Gasset, nada tenía que ver con esa «falsa mitología que hace de él una fuerza elemental y primitiva que se engendra en los senos oscuros de la animalidad humana y se apodera brutalmente de la persona, sin dejar intervención apreciable a las porciones superiores y más delicadas del alma».
Tampoco se trataba de un «poder elemental». El amor, más bien, se parecía a un «género literario». Era «un talento específico» e incluso una «institución, invento y disciplina humanos, no un primo de la digestión o de la hiperclorhidria».
El amor estaba entonces irremediablemente unido al enamoramiento. En su ensayo Para una psicología del hombre interesante, Ortega decía que «enamorarse es un talento maravilloso que algunas criaturas poseen, como el don de hacer versos, como el espíritu de sacrifico, como la inspiración melódica, como la valentía personal, como el saber mandar». Un año después, en su artículo Amor en Stendhal, separó los dos conceptos y aclaró que «con el vocablo ‘amor’ se denominan innumerables fenómenos, tan diferentes entre sí que fuera prudente dudar si tienen algo de común. (…) Una sola y misma voz ampara y nombra la fauna emocional más variada». Bajó de categoría al enamoramiento y lo describió como un «estado de miseria mental en el que la vida de nuestra conciencia se estrecha, empobrece y paraliza», «un estado inferior de espíritu» y «una especie de imbecilidad transitoria».
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José Ortega y Gasset. Wikimedia.org
Enamorarse era cercarse a uno mismo. La atención es, para el ensayista, «el aparato que regula nuestra vida mental». El enamorado, obnubilado, concentra toda su atención en una sola persona y esto lo encierra en un «recinto hermético, sin porosidad ninguna hacia el exterior». «El alma de un enamorado huele a cuarto cerrado de enfermo, a atmósfera confinada, nutrida por los pulmones mismos que van a respirarla», escribió.
Para Ortega y Gasset, el amor, en su sentido más amplio, era un talento y una institución. Pero, además, era una «actividad». «Amar algo no es simplemente estar, sino actuar hacia lo amado», redactó en Amor en Stendhal. «El amor es (…) un acto transitivo en que nos afanamos hacia lo que amamos. Quietos, a cien leguas del objeto, y aun sin que pensemos en él, si lo amamos, estaremos emanando hacia él una fluencia indefinible, de carácter afirmativo y cálido».
Es aquí donde el filósofo español se acercó más a la visión actual del amor. El amor entendido como una actitud más que un sentimiento y una forma de relacionarse con el mundo. Ese amor fue descrito magistralmente en 1959 por Erich Fromm (1900-1980). En su obra El arte de amar, el psicólogo social establece un nuevo orden de las cosas. El amor, a menudo, se había desplazado al objeto, a lo amado. No se atendía al foco donde se originaba ni era considerado una «facultad». Por eso, según el alemán, «la gente cree que amar es sencillo y lo difícil, encontrar un objeto apropiado para amar». La realidad era justo la contraria. Amar no es fácil. «El primer paso es tomar consciencia de que el amor es un arte, tal como es un arte vivir», escribió Fromm en esta obra. «Si deseamos aprender a amar, debemos proceder en la misma forma en que lo haríamos si quisiéramos aprender cualquier otro arte, música, pintura, carpintería o el arte de la medicina o la ingeniería».
El amor, a menudo, había estado sujeto a la literatura y, como decía Gasset, «las modas». («Hay modas en los sentimientos. ¡No faltaría más!»). El ensayista cuenta en Para la historia del amor (1926) que «el sentimiento amoroso tiene, como todo lo humano, su evolución y su historia, que se parecen sobremanera a la evolución y la historia de un arte. Se suceden en él los estilos. Cada época posee su estilo de amar».
En el siglo XIII fue el amor cortés. En el XIV, el gentil. En el XV, el platónico. En el XVIII, el galán. «El amor cortés, descubierto y cultivado en las famosas ‘cortes de amor’ desde el siglo XII, es una forma extrema de erotismo espiritualista», escribe Gasset. «El amor cortés vacila siempre entre un sentimiento real y una ficción simbólica.Los mismos trovadores lo dicen: se trata de un fingir o un mentir cortés, juego de corte. (…) Este amor no es compatible con ninguna realización sensual: vive en lejanía y soledad, como el ruiseñor».
El amor, en la obra de Fromm, se aleja de todas sus líricas y se convierte en «una actitud, no un afecto pasivo», en «un estar continuado, no un súbito arranque». Y «en el sentido más general, puede describirse el carácter más activo del amor afirmando que amar es fundamental dar, no recibir».
Esa generosidad intrínseca al amor no busca nada a cambio. «Dar es de por sí una dicha exquisita». «Algo nace en el acto de dar, y las dos personas involucradas se sienten agradecidas a la vida que nace para ambas». Esto significa, para Fromm, que «el amor es un poder que produce amor».
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Erich Fromm
Pero dar y amar no es fácil. Requiere un cierto desarrollo personal. «Presupone el logro de una orientación predominantemente productiva en la que la persona ha superado la dependencia, la omnipotencia narcisista, el deseo de explotar a los demás o de acumular, y ha adquirido fe en sus propios poderes humanos y coraje para confiar en su capacidad para alcanzar el logro de sus fines», escribe el filósofo alemán. «En la misma medida en que carece de tales cualidades, tiene miedo de darse y, por tanto, de amar».
Ya lo decía Gasset en sus estudios sobre el amor más de tres décadas antes: «Según se es, así se ama». «Podemos hallar en el amor el síntoma más decisivo de lo que una persona es», escribió en Para una psicología del hombre interesante.
Fromm insistía en que el amor no es únicamente un sentimiento hacia una persona. Es una actividad y una actitud. El amor es algo que se ejerce, algo que se trabaja, algo que se construye. Lo que ya decía la sabiduría popular («hechos son amores y no buenas razones») fue enunciado así por el psicoanalista: «El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos. Cuando falta tal preocupación activa no hay amor». Y esa «orientación del carácter determina el tipo de relación con el mundo como totalidad, no como un objeto amoroso».
El amor está a mil años luz de la obsesión y la posesión. Lo decía Gasset y lo repitió Fromm. «Respetar denota la capacidad de ver a una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad. Respetar significa preocuparse por que la otra persona crezca y se desarrolle tal como es. De ese modo, el respeto implica la ausencia de explotación», escribió el alemán. «El amor es hijo de la libertad, nunca de la dominación».
El acto de amar es siempre expansivo, aunque los usos sociales lo presenten a menudo como pequeñas jaulas blindadas ante el resto del mundo. Ortega y Gasset decía que el enamorado se encerraba en un «recinto hermético» e ignoraba todo lo demás. Fromm aseguraba que «la exclusividad del amor erótico» se interpretaba «erróneamente como una relación posesiva» y que las parejas que no sienten amor por nadie más son, en realidad, egoístas à deux.
Ese encierro puede ser incluso de uno mismo. «Amar es aún más importante que ser amado. Al amar ha abandonado la prisión de la soledad y aislamiento que representaba el estado de narcisismo y autocentrismo. Siente una nueva sensación de unión, de compartir, de unidad. Más aún, siente la potencia de producir amor –antes que la dependencia de recibir siendo amado– para lo cual debe ser pequeño, indefenso, enfermo –o ‘bueno’–».
El amor infantil sigue el principio: ‘Amo porque me aman’ y el amor maduro se guía por ‘Me aman porque amo’, según Fromm. El inmaduro se basa en ‘Te amo porque te necesito’ y el maduro, en ‘Te necesito porque te amo’.
El amor comienza cuando un individuo presta atención a las personas que no necesita para conseguir sus fines personales: el mendigo, el huérfano, el pobre, el que requiere ayuda. Pero continúa en uno mismo. La idea de que si te amas a ti mismo no puedes amar a los demás es una falacia, según Fromm. Un dolo metido hasta el tuétano en los países católicos y que el nacionalcatolicismo franquista llevó a la educación infantil con esta frase: «El amor es el olvido de sí mismo».
Para el psicoanalista alemán, en cambio, «si es una virtud amar al prójimo como a uno mismo, debe serlo también —y no un vicio— que me ame a mí mismo, puesto que también yo soy un ser humano (…). La idea expresada en el bíblico ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’ implica el respeto, el amor y la comprensión del otro individuo. El amor a sí mismo está inseparablemente ligado al amor a cualquier otro ser».
Dice Fromm que «todo individuo capaz de amar a los demás se encontrará una actitud de amor a sí mismo». «Amar a alguien es la realización y concentración del poder de amar», continúa en su libro. «Mi propia persona debe ser un objeto de mi amor al igual que lo es otra persona. La afirmación de la vida, felicidad, crecimiento y libertad propios, está arraigada en la propia capacidad de amar (…). Si un individuo es capaz de amar productivamente, también se ama a sí mismo. Si solo ama a los demás, no puede amar en absoluto».
Amarse a uno mismo no solo no es egoísmo. Es su contrario, según el psicólogo social. «El egoísmo y el amor a sí mismo, lejos de ser idénticos, son realmente opuestos. El individuo egoísta (…) en realidad se odia. Se siente necesariamente infeliz y ansiosamente preocupado por arrancar a la vida las satisfacciones que él se impide obtener (…). Las personas egoístas son incapaces de amar a los demás, pero tampoco pueden amarse a sí mismas».
El amor también se ha confundido a menudo con un escenario donde todo es perfecto. Otra falacia más. «Así como la gente cree que el dolor y la tristeza deben evitarse en todas las circunstancias, supone también que el amor significa la ausencia de todo conflicto», escribió el psicólogo social. El amor, en cambio, es «un desafío constante. No es un lugar de reposo, sino un moverse, crecer y trabajar juntos».
Hoy el amor ya no es un peligro. Es, según Fromm, «la única respuesta satisfactoria al problema de la existencia humana».
«La vida consiste precisamente en anhelar más vida.Vivir es más vivir, afán de aumentar los propios latidos» (Nietzsche)
http://www.yorokobu.es/amor/

lunes, 23 de septiembre de 2013

martes, 26 de marzo de 2013

Elogio de la patafísica


La patafísica es la ciencia de las soluciones imaginarias; no es tanto una burlona superación de la metafísica como una percepción del mundo, una recusación del positivismo, una reacción bufonesca contra la doctrina del progreso en la época. 
Los principios de la ciencia patafísica sostienen que “todo puede ser su opuesto”, que “la esencia del mundo es la alucinación”, que “todos somos innobles”, que “nada parece nunca lo que es”, que “todo fenómeno es individual, defectuoso e inagotable”, y que “todo saber es siempre personal y válido para un instante”. 
Todavía hoy se siguen pregonando programas políticos de la ciencia que la suponen universal, generalizable, útil y aplicable. Pero si se quiere dar cuenta de la particularidad de las cosas y de la singularidad de los seres humanos se necesita un ideal de ciencia muy distinto al hasta ahora conocido y dominante. Una ciencia de lo singular detecta y celebra las excepciones al orden regular de la naturaleza y de la sociedad. Tal ciencia afirma la inevitable diferencia y superabundancia de cosas y seres y lenguajes únicos en sí mismos. Las cosas, antes o después, se deforman, derriten o mutan: están allí para incitar a los hombres a aceptar y agradecer un mundo excepcional.
La patafísica es un elogio de la curiosidad, lo cual nos devuelve a la motivación originaria de la ciencia, hoy obturada por metodologías y modas académicas. Aunque lo maravilloso, la excepción inclasificable y la unicidad asombrosa carezcan de legitimidad para quienes operan con conceptos generales, no otra cosa hay en el inventario del mundo. 



viernes, 25 de enero de 2013

Teoría de Andalucía

"Lo admirable, lo misterioso, lo profundo de Andalucía está más allá de esa farsa multicolor que sus habitantes ponen ante los ojos de los turistas. Porque es de advertir que el andaluz, a diferencia del castellano y del vasco, se complace en darse como espectáculo a los extraños, hasta el punto de que en una ciudad tan importante como Sevilla, tiene el viajero la sospecha de que los vecinos han aceptado el papel de comparsas y colaboran en la representación de un magnífico ballet anunciado en los carteles con el título "Sevilla". 
Esta propensión de los andaluces a representarse y ser mimos de sí mismos revela un sorprendente narcisismo colectivo. Solo puede imitarse a sí mismo el que es capaz de ser espectador de su propia persona, y solo es capaz de esto quien se ha habituado a mirarse a sí mismo, a contemplarse y deleitarse en su propia figura y ser. Esto, que produce a menudo el penoso efecto de hacer amanerado al andaluz, a fuerza de subrayar deliberadamente su propia fisonomía y ser en cierto modo dos veces lo que es, demuestra, por otra parte, que es una de las razas que mejor se conocen y saben a sí mismas.
Tal vez no hay otra que posea una conciencia tan clara de su propio carácter y estilo. Merced a ello es fácil mantenerse invariablemente dentro de su perfil milenario, fiel a su destino, cultivando su exclusiva cultura.
Uno de los datos imprescindibles para entender el alma andaluza es el de su vejez. No se olvide. Es, por ventura, el pueblo más viejo del Mediterráneo - más viejo que griegos y romanos. Indicios que se acumulan nos hacen entrever que antes de soplar el viento de los influjos históricos desde Egipto y, en general, desde el Mediterráneo oriental hacia el occidental, había reinado una sazón de ráfagas opuestas. Una corriente de cultura, la más antigua de que se tiene noticia, partió de nuestras costas y, resbalando sobre el frontal de Libia, salpicó los senos de Oriente.
Cuando veáis el gesto frívolo, casi femenil, del andaluz, tened en cuenta que repercute casi idéntico en muchos miles de años; por tanto, que esa tenue gracilidad ha sido invulnerable al embate terrible de las centurias y a la convulsión de las catástrofes. Mirado así, el gestecito del sevillano se convierte en un signo misterioso y tremendo, que pone escalofríos en la médula.
Una impresión parecida a la que produce la sonrisa enigmática del chino -¡rara coincidencia!-, el otro pueblo vetustísimo apostado desde siempre en el opuesto extremo del macizo eurasiático. No perturbe demasiado al lector esta súbita aparición de China en el preludio de un ensayo sobre Andalucía. Si es andaluz, detenga un momento su irritación y concédame algún margen para justificar el paralelo. La comparación es el instrumento ineludible de la comprensión. Nos sirve de pinza para capturar toda fina verdad, tanto más fina cuanto más dispares se alejen los brazos de la pinza, los términos del parangón. No hay cuidado de que este audaz emparejamiento se complazca en el síntoma de que el torero y el mandarín usan coleta. Ni la coleta del mandarín es china, sino manchúe,ni la del torero andaluza, sino francesa.
Andalucía, que no ha mostrado nunca pujos ni petulancias de particularismo;que no ha pretendido nunca ser un Estado aparte, es, de todas las regiones españolas, la que posee una cultura más radicalmente suya. Entendamos por cultura lo que es más directo: un sistema de actitudes ante la vida que tenga sentido, coherencia, eficacia. La vida es primeramente un conjunto de problemas esenciales a que el hombre responde con un conjunto de soluciones: la cultura. 
Como son posibles muchos conjuntos de soluciones, quiere decirse que han existido y existen muchas culturas. Lo que no ha existido nunca es una cultura absoluta, esto es, una cultura que responde victoriosamente a toda objeción. Las que el pasado y el presente nos ofrecen son más o menos imperfectas: cabe establecer entre ellas una jerarquía, pero no hay ninguna libre de inconvenientes, manquedades y parcialidad. La cultura única y propiamente tal es sólo un ideal y puede definírsela como Aristóteles la Metafísica o ciencia única, a la cual llama "la que se busca".
Y es curioso advertir que cada cultura positiva consigue resolver cierto número de cuestiones vitales mediante el previo abandono y renuncia a resolver las restantes. De suerte, que del defecto ha hecho una virtud, y si ha logrado algo o mucho ha sido por aceptar alegremente su carácter fragmentario. Ya veremos cómo la cultura andaluza vive de una heroica amputación: precisamente de amputar todo lo heroico de la vida -otro rasgo esencial en que coincide con la China. Una y otra tienen una raíz común, que en este caso es menos metafísica, porque, como las auténticas raíces, se hincan en el campo. Son culturas campesinas.
Si viajamos por Castilla no encontramos otra cosa que labriegos laborando sus vegas, oblicuos sobre el surco, precedidos de la yunta, que sobre la línea del horizonte adquiere proporciones monstruosas. Sin embargo, no es la castellana actual una cultura campesina: es simplemente agricultura, lo que queda siempre que la verdadera cultura desaparece. La cultura de Castilla fue bélica. El guerrero vive en el campo, pero no vive del campo -ni material ni espiritualmente. El campo es, para él, campo de batalla: incendia la cosecha del agricultor pacífico, o bien la requisa para beneficio de sus soldados y bestias beligerantes. El castillo agarrado al otero no es, como la alquería o cortijo, lugar para permanecer, sino, como el nido del águila, punto de partida para la cacería y punto de abrigo para la fatiga. La vida del guerrero no es permanente, sino móvil, andariega, inquieta por esencia. Desprecia al labriego, lo considera como un ser inferior, precisamente porque no se mueve, porque es manente -de donde manant-, porque vive adscrito al cortijo o villa -de donde villano. El sentido peyorativo de estos dos vocablos es un precipitado de desdén que mide el antagonismo entre dos culturas, ambas ocurrentes en el área campesina, pero de signo inverso: la bélica y la agraria.
Cuando el guerrero se fue de Castilla quedó sólo la masa inferior sobre que él vivía: el rústico eterno, informe, sin estilo, igual en todas partes. Esta contraposición dibuja con alguna claridad el sentido positivo y creador que doy al término cuando de la andaluza digo que es una cultura campesina, es decir, agraria. No es lo peculiar de ésta que el hombre cultive el campo,sino que de la agricultura hace principio e inspiración para el cultivo del hombre.
Al revés que en Castilla, en Andalucía se ha despreciado siempre al guerrero y se ha estimado sobre todo al villano, al manant, al señor del cortijo. Exactamente como en China, donde, a lo largo de miles de años, el militar, por el mero hecho de serlo, era considerado como un hombre de segunda clase. Mientras en Occidente fue la espada del Emperador símbolo supremo del Estado, en China la nación se sintió resumida en el pacífico abanico de su Emperador.
Consecuencia de este desdén a la guerra es que Andalucía haya intervenido tan poco en la historia cruenta del mundo. El hecho es tan radical, tan continuado, que de puro evidente no se ha subrayado nunca. ¿Qué papel ha sido el de Andalucía en este orden de la historia? El mismo de China. Cada trescientos o cuatrocientos años invaden la China las hordas guerreras de las crudas estepas asiáticas. Caen feroces sobre el pueblo de los Cien Nombres, que apenas o nada resiste. Los chinos se han dejado conquistar por todo el que ha querido. Al ataque brutal oponen su blandura; su táctica es la táctica del colchón: ceder. Tanto, que el feroz invasor no encuentra fuerza donde apoyar su ímpetu y cae por sí mismo en el colchón -en la deliciosa blandura de la vida china. El resultado es que, a las dos o tres generaciones, el violento manchú o mongol queda absorbido por la vieja y refinada y suavísima manera del chino, tira la espada y empuña el abanico.
Parejamente, Andalucía ha caído en poder de todos los violentos mediterráneos, y siempre en veinticuatro horas, por decirlo así, sin ensayar siquiera la resistencia. Su táctica fue ceder y ser blanda. De este modo acabó siempre por embriagar con su delicia el áspero ímpetu del invasor. El olivo bético es símbolo de la paz como norma y principio de cultura.
Vive el andaluz en una tierra grasa, ubérrima, que con mínimo esfuerzo da espléndidos frutos. Pero además el clima es tan suave, que el hombre necesita muy pocos de estos frutos para sostenerse sobre el haz de la vida. Como la planta, solo en parte se nutre de la tierra, y recibe el resto del aire cálido y la luz benéfica. Si el andaluz quisiera hacer algo más que sostenerse sobre la vida, si aspirase a la hazaña y a la conducta enérgica, aun viviendo en Andalucía, tendría que comer más y, para ello, gastar mayor esfuerzo. Pero esto sería dar a la existencia una solución estrictamente inversa de la andaluza. Mientras creamos haberlo dicho todo cuando acusamos al andaluz de holgazanería, seremos indignos de penetrar el sutil misterio de su alma y cultura.
Se dice pronto "holgazanería", aunque es una palabra bastante larga, pero el andaluz lleva unos cuatro mil años de holgazán, y no le va mal. En vez de afrontar el hecho con pedante ademán de maestro de escuela y atribuir a este pueblo viejísimo la nota de pereza como una calificación escolar, mejor será que abramos bien los ojos y agucemos la mente a fin de entenderlo. Corremos si no el riesgo imprevisto de enaltecer la holgazanería, puesto que ha hecho posible la deleitable y perenne vida andaluza.
La famosa holgazanería andaluza es precisamente la fórmula de su cultura. Como he indicado ya, la cultura no consiste en otra cosa que en hallar una ecuación con que resolvamos el problema de la vida. Pero el problema de la vida se puede plantear de dos maneras distintas. Si por vida entendemos una existencia de máxima intensidad, la ecuación nos obligará a aprontar un esfuerzo máximo. 
Pero reduzcamos previamente el problema vital, aspiremos sólo a una vita minima: entonces, con un mínimo esfuerzo, obtendremos una ecuación tan perfecta como la del pueblo más hazañoso. Este es el caso del andaluz. Su solución es profunda e ingeniosa. En vez de aumentar el haber, disminuye el debe; en vez de esforzarse para vivir, vive para no esforzarse, hace de la evitación del esfuerzo principio de su existencia.
Sería, pues, un error suponer, sin más ni más, que el sevillano renuncia a vivir como un inglés de la City porque es incapaz de trabajar tanto como él. Aunque sin trabajo y como mágica donación se le ofreciese tal régimen de vida, lo rechazaría con horror.
Podrá en el andaluz ser la pereza también un defecto y un vicio; pero, antes que vicio y defecto, es nada menos que su Ideal de existencia. Esta es la paradoja que necesita meditar todo el que pretenda comprender a Andalucía: la pereza como ideal y como estilo de cultura. Si sustituimos el vocablo pereza por su equivalente "mínimo esfuerzo", la idea no varía, y cobra, en cambio, un aspecto más respetable.
Venimos de una época que, más que otra ninguna de la historia, ha hecho del máximo esfuerzo su ideal de vida, y nos resulta difícil comprender una actividad vital tan opuesta a la nuestra. Interpretamos, desde luego, la pereza como una simple negación, como un puro no hacer. Pero no exageremos la indolencia de los andaluces. A la postre, vienen a hacer todo lo que es necesario, puesto que Andalucía existe, y su pereza no excluye por completo la labor, sino que es más bien el sentido y el aire que adopta su trabajo. Es un trabajo inspirado por la pereza y dirigido hacia ella, que tiende, por tanto a ser en todo orden el mínimo, como si se avergonzase de sí mismo. Este cariz aparece sobremanera claro si recordamos la forma petulante, ostensiva, desmesurada, que suele tomar el trabajo en los pueblos que hacen de él su ideal.
Después de todo, como decía Schlegel, es la pereza el postrer residuo que nos queda del Paraíso, y Andalucía el único pueblo de Occidente que permanece fiel a un ideal paradisíaco de la vida. Hubiera sido imposible la fidelidad si el paisaje en que está alojado el andaluz no facilitase ese estilo de existencia. Pero no se recaiga en la explicación trivial que considera a una cultura como efecto mecánico del medio.
Para el hombre que llega del Norte es la luminosidad y gracia cromática de la campiña andaluza un terrible excitante que le induce a una vida frenética.
Esto le lleva a suponer que la existencia andaluza sería frenética si la indolencia no la deprimiese. Imagina que este pueblo posee una gran vitalidad, y cuando ve pasar a las sevillanas de ojos nocturnos, presume en sus almas magníficas pasiones y extremados incendios. ¡Grande error! No cae en la cuenta de que el andaluz aprovecha en sentido inverso las ventajas de su"medio". 
El pueblo andaluz posee una vitalidad mínima, la que buenamente le llega del aire soleado y de la tierra fecunda. Reduce al mínimo la reacción sobre el medio porque no ambiciona más y vive sumergido en la atmósfera como un vegetal. La vida paradisíaca es, ante todo, vida vegetal. Paraíso quiere decir vegetal, huerto, jardín. Y la existencia de la planta se diferencia de la animal en que aquella no reacciona sobre el contorno. Es pasiva al medio. Con sus raíces recibe el nutrimiento telúrico, con sus hojas bebe del sol y del viento. No hace nada. Vivir, para ella, es a un tiempo recibir de fuera el sustento y gozarse al recibirlo. El sol es a la par alimento y caricia en la manecita verde de la hoja. En el animal se separan más la sustentación y la delectación. Tiene que esforzarse para lograr el alimento, y luego, con funciones diversas de ésta, buscarse sus placeres. Cuando más al Norte vayamos más disociados encontraremos esos dos haces de la vida. Pues bien: a un andaluz le parecen igualmente absurdas en el inglés o el alemán la manera de trabajar y la manera de divertirse, ambas sin mesura, desintegrada la una de la otra. Por
su parte, prefiere trabajar poco, y también divertirse sobriamente, pero haciendo a la vez lo uno y lo otro, infusas las dos operaciones en un gesto único de vida que fluye suavemente, sin interrupciones ni sobresaltos, como un perfecto adagio cantabile. Diríase que en la vida andaluza, la fiesta, el domingo, rezuma sobre el resto de la semana e impregna de festividad y dorado reposo los días laborables. Pero también, viceversa, la fiesta es menos orgiástica y exclusiva, el domingo más lunes y más miércoles que en las razas del Norte. Sevilla solo es orgiástica para los turistas del Septentrión; para los nativos es siempre un poco fiesta y no lo es del todo nunca.
Al fijarla sobre Andalucía, nuestra pupila se deslumbra y cree ver una escena de exaltación. Pero aguardemos un poco que pase esa impresión superficial. Pronto descubriremos que la vida andaluza excluye toda exaltación y se caracteriza por el fino cuidado de rebajar un tono lo mismo la pena que el placer.
Lo que subraya y antepone es precisamente el tono menor de la vida, el repertorio de mínimas y elementales delicias que pueden extenderse, sin altos ni bajos, con perfecta continuidad, por toda la existencia. En el Paraíso no se comprende goces intensos, concentrados frenéticamente en puntos del tiempo, a que siguen horas de vacío o de amargor. El vegetal paradisíaco goza mínimamente, pero sin discontinuidad: goza de tener su follaje bajo el baño térmico del sol, de mecer sus ramas al venteo blando, de refrescar su médula con la lluvia pasajera. Pues bien: aunque parezca mentira al hombre del Norte, hay todavía en este rincón del planeta millones de seres humanos para quienes la delicia básica de la vida es, en efecto, gozar de la temperie deleitable. Es indecible cuánta fruición extrae el andaluz de su clima, de su cielo, de sus mañanitas azules, de sus crepúsculos dorados. Sus placeres no son interiores, ni espirituales, ni fundados en supuestos históricos. De todo esto ha aceptado el mínimo que la presión de la época le imponía. Pero la raíz de su ser sigue sumergida en esa delicia cósmica, elemental, segura,
perdurable. El andaluz tiene un sentido vegetal de la existencia y vive con preferencia en su piel. El bien y el mal tienen ante todo un valor cutáneo:bueno es lo suave, malo lo que roza ásperamente. Su fiesta auténtica y perenne está en la atmósfera, que penetra todo su ser, da un prestigio de luz y de ardor a todos sus actos y es, en suma, el modelo de su conducta. El andaluz aspira a que su cultura se parezca a su atmósfera.
Vive, pues, este pueblo referido a su tierra, adscrito a ella en forma distinta y más esencial que otro ninguno. Para él, lo andaluz es primariamente el campo y el aire de Andalucía. La raza andaluza, el andaluz mismo, viene después; se siente a sí mismo como el segundo factor, mero usufructuario de esa delicia terrena, y en este sentido, no por especiales calidades humanas, se cree un pueblo privilegiado. Todo andaluz tiene la maravillosa idea de que ser andaluz es una suerte loca con que ha sido favorecido. Como el hebreo se juzga aparte entre los pueblos porque Dios le prometió una tierra de delicias, el andaluz se sabe privilegiado porque, sin previa promesa, Dios le ha adscrito al rincón mejor del planeta. Frente al hombre de la tierra prometida, es el hombre de la tierra regalada, el hijo de Adán a quien ha sido devuelto el Paraíso.
Conviene insistir sobre esta raíz primaria del alma andaluza que es el peculiar entusiasmo por su trozo de planeta. Y véase cómo empieza a dibujarse el sentido positivo que encierra mi diagnóstico de la cultura andaluza como cultura campesina. La unión del hombre con la tierra no es aquí un simple hecho, sino que se eleva a relación espiritual, se idealiza y es casi un mito. Vive de su tierra no sólo materialmente, como todos los demás pueblos, sino que vive de ella en idea y aun en ideal. El gallego lejos del terruño siente morriña; el asturiano y el vasco viven doloridos lejos de sus valles angostos y humeantes. Sin embargo, su nexo con la campiña maternal es ciego, como físico, sin sentido de espíritu. En cambio, para el andaluz, que no siente en la ausencia esas repercusiones mecánicas del sentimiento, es vivir en Andalucía el ideal, consciente ideal. Y, viceversa, mientras un gallego sigue siendo gallego fuera de Galicia, el andaluz trasplantado no puede seguir siendo andaluz; su peculiaridad se evapora y anula. Porque ser andaluz es convivir con la tierra andaluza, responder a sus gracias cósmicas, ser dócil a sus inspiraciones atmosféricas.
Este ideal -la tierra andaluza como ideal- nos parece a nosotros, gentes más del Norte, demasiado sencillo, primitivo, vegetativo y pobre. Está bien. Pero es tan básico y elemental, tan previo a toda otra cosa que el resto de la vida, al producirse sobre él, nace ya ungido y saturado de idealidad. De aquí que toda la existencia andaluza, especialmente los actos más humildes y cotidianos -tan feos y sin espiritualizar en los otros pueblos-, posea ese divino aire de idealidad que la estiliza y recama de gracia. Mientras otros pueblos valen por los pisos altos de su vida, el andaluz es egregio en su piso bajo: lo que se hace y se dice en cada minuto, el gesto impremeditado, el uso trivial... 
Pero también es verdad lo contrario: este pueblo, donde la base vegetativa de la existencia es más ideal que en ningún otro, apenas si tiene otra idealidad. Fuera de lo cotidiano, el andaluz es el hombre menos idealista que conozco".

José Ortega y Gasset

martes, 22 de enero de 2013

Cuaderno de bitácora


"El viajero se aventura a través del laberinto 
aunque apenas sí recuerda cuándo ni por dónde entró. 
Supone que el camino ha de ser un laberinto, 
pues adivina en lo nuevo reflejos del ayer. 
Mas no son reflejos amables, son vástagos del miedo 
pues le revelan que cae, que se derrumba hacia el centro. 
¿Pero hay un centro acaso? 
¿No cae hacia los bordes? 
Piensa entonces que le es preciso un escondite 
y a ratos se oculta por los rincones. Pero el miedo 
corre a refugiarse en sus mismos escondrijos. 
Piensa entonces que quizá se extravíe a la deriva 
y que necesita un hilo que lo guíe en el laberinto. 
¿Pero dónde amarrar el hilo? 
Piensa entonces que siquiera el recuerdo podrá sostenerlo 
y, cada atardecer, escribe un cuaderno de bitácora. 
Éste es un cuaderno de bitácora a la deriva, el viajero 
escribe como el timonel que, en un mar sin una brisa, 
adivina que se acerca la tormenta del naufragio. 
Escribe con desesperación: 
no como el profeta, sino como el loco; 
no para los Dioses: para las marionetas; 
como la marioneta para las marionetas escribe. 
Y el viajero sabe a veces, pero a veces nada sabe: 
quién es, quiénes es. 
Piensa a veces que transita por Europa 
como una mosca por un cuerpo desnudo de mujer. 
Otras veces se queda contemplando las páginas en blanco del 
cuaderno de bitácora, sin pensar en nada, 
o dibujando espirales".


Joseba Sarrionandia: "Por los escondrijos del miedo"